viernes, 27 de septiembre de 2013

Mierda.

Podríamos interpretar la primera noble verdad del Buddha como sigue: todo es mierda. No se trata de una metáfora. El ser humano es el único animal que produce basura y nuestro cuerpo es una perfecta fábrica de excrementos. No olvidemos la mierda que sale de un cuerpo enfermo, la mierda de la vejez, la podredumbre de un cuerpo muerto: mierda, mierda, mierda.
En la mierda se revela el perfil básico de la vida. Su desesperanza, su caducidad, su inanidad.
La segunda noble verdad implica que todo acaba convertido en mierda porque tenemos hambre y que estar vivo es estar hambriento. Cada una de nuestras células, cada uno de nuestros poros, cada uno de nuestros gestos es la expresión de este hambre primigenia e inextinguible. Nuestros dientes son hambre objetivada, nuestros dedos se retuercen ansiosos, nuestros genitales están muertos de hambre. Masticamos sin cesar, creyendo que, al acabar la digestión, ya estaremos saciados de una vez para siempre.
Pero no.
La tercera noble verdad dice que el aburrimiento nos permite darnos cuenta de que estamos hambrientos. El aburrimiento es la persistencia del hambre sobre la saciedad, la victoria gozosa del hambre sobre la pobre excusa de migajas con las que siempre nos conformamos. El aburrimiento revela el hambre que nos constituye tal y como es, sin medias tintas ni paliativos. El aburrimiento es como quitarse las legañas de la cara. Kilos de legañas.
La meditación sólo nos ayuda a darnos cuenta de esa obviedad existencial para la que el cuerpo es demasiado escéptico cuando está saciado. El sexo, el oxígeno, la comida engañan al cuerpo, lo mantienen apegado a la ignorancia de la verdad básica que define nuestra existencia sobre la Tierra.
Cuando estamos satisfechos, ignoramos que somos una fábrica de mierda que no cierra jamás, que no hace EREs, en la que se trabaja veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Incesantemente, sin parar.
La cuarta noble verdad concluye que podemos ejercitarnos en el aburrimiento sin parar jamás. Sentarse en zazén es atreverse a morirse de hambre, es ayunar voluntariamente una vez, dos veces, millones de veces, durante toda nuestra vida.
Tan sólo sentarse (practicar zazén) significa aceptar gozosamente esa pobreza hambrienta que nos mantiene vivos. Las manos desisten de tocar mierda, la boca se abstiene de tragar mierda, nuestro cerebro deja de producir mierda. El hambre nos atenaza y nos recuerda constantemente que somos un frágil montoncito de carne con una boca y un ano que sólo quiere dormir la modorra satisfecha en la que nos arrullan todos los fantasmas en los que se individúa la mierda universal.
Tan sólo sentarse (practicar zazén) es buscar refugio en el hambre que nos constituye, hacer amistad con ella. Voluntariamente. Negarse a comer por el mero placer de negarse. Aunque no se trata de decir sí, ni de decir no. Tampoco se trata de acallar el rugido de nuestras tripas hambrientas. Se trata de sentarse en mitad de ese rugido sin prestarle atención en virtud de la soberana libertad que nos constituye. Porque sí.
Pero ¿quién querría matarse de hambre cuando el mundo está lleno de cosas para consumir? ¿Quién sería tan rematadamente idiota?
¿Os acordáis? "Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es."

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